INDICE
1 – Introducción
1.1.- Orígen de la palabra democracia.
2.- Orígenes de la democracia en Uruguay.
2.1.- Tradiciones institucionales y consolidación democrática en Uruguay.
Autor: José Ruiz Valerio
3 Artículo sobre la dictadura uruguaya y los tupamaros. (http://turecurso.com/uruguay/112/sobre-la-dictadura-uruguaya-y-los-tupamaros/)
3.1 - Crisis de la democracia. Dictadura militar.
4.- Restauración del régimen democrático.
5.- Reflexión final.
1.- DEMOCRACIA
1.1.- INTRODUCCIÓN
El término democracia fue inventado en la Grecia clásica (500-250 a.d.C.). Originaria y etimológicamente significa gobierno del pueblo, donde el pueblo (demos) se refería a los ciudadanos.
Hoy en día cabe distinguir dos sentidos en los que se emplea la palabra democracia: uno procedimental y otro estructural.
En cuanto a la primera acepción, el término refiere a una forma de votación por medio de la cual se toman decisiones colectivas para la elección de gobernantes. En base a la segunda acepción, democracia describe unas cualidades particulares que una sociedad debe de cumplir, como la participación popular, la libertad, la igualdad, o el derecho de las minorías, para considerarse democrática
Desde el punto de vista procedimental la democracia es simplemente la forma de gobierno en la que los conductores del estado son electos por mayoría en votaciones. Este carácter es fundamental y determina todas las demás características de la democracia como sistema de gobierno.
2.- Orígenes de la democracia en Uruguay.
2.1.- Tradiciones institucionales y consolidación democrática en Uruguay
En primer lugar, en el contexto en el que surgieron tanto los actuales partidos políticos uruguayos como las relaciones que se establecieron entre ellos. En segundo lugar, dado que los partidos expresan visiones políticas alternativas, abordaremos lo que la construcción de una democracia estable necesita: un consenso básico en torno a un conjunto de reglas fundamentales que rijan y contengan tales disidencias. Estas cuestiones son abordadas en perspectiva histórica, desde el surgimiento de Uruguay como Estado independiente hasta el término de la segunda presidencia de Julio María Sanguinetti, en el año 2000.
La transición de la dictadura a la democracia en el Uruguay.
Autores: Daniel Corbo Longueira
Uno de los períodos más significativos de la Historia Reciente del Uruguay es el de la transición a la democracia en el período 1980-1989; mas el análisis de la transición democrática uruguaya. De esta manera, marca dicho proceso entre sociedades sincrónicas y con estructuras emparentadas- (Chile y Argentina) puede arrojar enseñanzas y una mejor comprensión -al iluminarse recíprocamente - sobre las fortalezas y debilidades que caracterizan a cada una de nuestras democracias. Se trata de procesos que tuvieron un indudable carácter regional, como lo fueron las dictaduras militares y, por ende, las transiciones correspondientes.
Los procesos que permitieron el paso de dictaduras militares a gobiernos democráticos han sido denominados por los politólogos como de transición a la democracia. Un primer grupo de transiciones corresponde a los países definidos como burocrático-autoritarios, donde por un lado se encuentran las transiciones más tempranas de Argentina o Uruguay y la mucho más tardía de Chile. En este grupo también debería incluirse al Brasil, aunque las diferencias son notables. Mientras en Argentina el proceso electoral se inició después de la derrota en la guerra de las Malvinas y sin pacto alguno entre las principales fuerzas políticas (radicales y peronistas), en Uruguay nos enfrentamos a una transición prolongada y sumamente controlada desde el gobierno y en Brasil el partido del régimen gozó durante un tiempo de un apoyo electoral significativo, algo inexistente en los casos anteriores, lo que le sirvió para organizar la transición.
En aquellos países que iniciaron su transición en fechas tempranas, ya se ha producido el relevo pacífico de autoridades a través de elecciones. Esto ha ocurrido en Argentina, Uruguay o Perú, donde los nuevos gobernantes pertenecen a partidos diferentes al de los líderes que comenzaron la transición. En la debilidad de los partidos políticos es donde radica uno de los puntos flojos de la democracia.
3.- Sobre la dictadura uruguaya y los tupamaro
Muchos uruguayos hoy no saben lo que es la dictadura porque no la vivieron, o porque eran muy chicos y en los gobiernos que siguieron a la dictadura no hubo una política educacional informativa al respecto.
El Uruguay se encuentra en período de transición hacia la democracia para proteger el Estado del movimiento sedicioso revolucionario llamado Tupamaros.
Entonces la consecuencia se convirtió en causa….
Los tupamaros que, se gestaron como una reacción natural de un pueblo que perdía sus derechos, un pueblo que le habían hecho fraude en las elecciones del 71, un pueblo que veía venir negra la cosa, pasaron a ser los causantes de todo. Mucha gente no tuvo oportunidad de entender otra historia y se creyó el cuento, que la dictadura la provocaron los tupamaros y que, encima, los militares salvaron el país.
Es verdad que las dictaduras militares de Latinoamérica fueron financiadas por el Imperio Norteamericano. Es verdad que si no era Pinochet, Videla o Gregorio Alvarez. Otros nombres ocuparían esos cargos.
Los tupamaros contaron, los militares no. Los tupamaros estuvieron presos, los militares no (algunos, ahora) .Los militares usaron la fuerza pública, todo el aparato económico de nuestro país para hacer cosas que nosotros no queríamos. ¿Cómo se pueden equiparar? ¿Cómo se puede justificar tal violación masiva de los derechos de tanta gente?
.4.- Restauración del régimen democrático.
Nueva Sociedad Nro. 150 Julio-Agosto 1997, pp.77-83
URUGUAY 1980
Transición y democracia plebiscitaria
José Rilla: historiador uruguayo, subdirectordel CLAEH, catedrático en la Facultad de
Ciencias Sociales (Ciencia Política) de la Universidad de la República, Montevideo.
EL 30 de noviembre de 1980, al octavo año de dictadura, la ciudadanía uruguaya
sorprendió al mundo. Convocada por el gobierno militar se pronunció en contra
de un proyecto de reforma constitucional que aspiraba a fundar una «nueva
república», a partir de un armazón institucional híbrido aunque no muy original.
En contrapartida, resultó aquel un acto refundador de la democracia: el país se
reencontraba, sin estridencias pero desde convicciones, con tradiciones cívicas
que mucho le habían costado; el gobierno, a su vez y a su modo, no pudo
entonces menos que aceptar el veredicto ciudadano, reconocer su derrota y
cambiar el rumbo. Allí comenzó la transición democrática. La secuencia
transicional, situada entre aquel 1980 y 1984 –cuando se celebran las
elecciones nacionales que dan el triunfo a José María Sanguinetti–, es la
bisagra del último cuarto de siglo en el Uruguay, la inflexión en virtud de la cual
es posible mirar «cómodamente» la historia contemporánea del país, hacia
atrás y hacia adelante
El Uruguay clásico y su crisis
Finalizada la guerra de Corea (ese gran rubicán que la literatura social y
económica del Uruguay ha utilizado para marcar e interpretar desde afuera el
comienzo de la crisis nacional), el país se aprestó a renovar sus mandatos
según los requisitos de la nueva Carta constitucional aprobada sin entusiasmo
en diciembre 1951.
Las elecciones de 1954 le dieron un triunfo cómodo al Partido Colorado y a su fracción mayoritaria de la «Lista 15», liderada por LBattle Berres. Cuatro años más tarde, de la mano de Luis A. De Herrera, un
anciano caudillo que no sabía de fatigas y era habilísimo comunicador y
agitador político, el Partido Nacional volvió al gobierno (más precisamente, logró conquistar la mayoría en el Poder Ejecutivo) luego de 93 años de relativa
marginalidad. El gobierno blanco debió «cargar» con el nuevo sistema de
Ejecutivo colegiado y al poco tiempo pagar un duro costo por no haber calibrado adecuadamente la diferencia entre el armado de alianzas para ganar una elección y el despliegue de recursos políticos para gobernar un país.
Con todo, tras los dos gobiernos blancos (1958-1966), lejos estuvo el Uruguay
del desgobierno, o sus gobiernos de la improductividad. Cabe incluso registrar
entre las novedades que a la distancia devinieron irreversibles, el proceso de
apertura económica y liberalización que se inició con la Reforma Cambiaria y
Monetaria de 1959. También el comportamiento electoral de la ciudadanía
mostró desde entonces una intensa movilidad, pues sin abandonar a los
partidos, castigó casi siempre a los gobiernos de turno. Desde 1958 el gobierno
siempre perdió el examen electoral, o mejor, fue castigada la fracción del partido a cargo del mismo.
Una alteración quebró 13 años más tarde esa rutina oposicionista: con la elección de Juan María Bordaberry en 1971, el gobierno se impuso en las urnas, aunque su oscuro candidato no superó en la ocasión la
cuarta parte de la adhesión ciudadana. Si bien entonces no se percibiera como
tal, ello era tan novedoso como la quiebra del bipartidismo tradicional generada
también en ese año por la irrupción del Frente Amplio en el escenario político y
electoral del Uruguay.
Entre 1967 y 1973, ya sin Luis Batlle y sin Herrera, con los colorados otra vez en el gobierno y con el presidencialismo recuperado en la Constitución, el Uruguay ingresó en la pendiente autoritaria y en la paulatina disolución de la personería ciudadana. Acumuló deslealtades y radicalizaciones y comenzó a dejar por el camino las aristas más reconocibles de su clasicismo.
Lo clásico remite a una ponderación relativa de las cosas. La pendiente a la que me refiero es más bien una sensibilidad desde la cual las sociedades juzgan un desempeño, una trayectoria pasada y considerada mejor, enaltecedora. A comienzos de los 70 no era difícil observar el pasado uruguayo más o menos inmediato como un pasado de oro. Carlos Real de Azúa, tal vez su más feroz verdugo intelectual. escribió acerca del país de las cercanías, de la sociedad densa, amortiguadora de conflictos, que escapaba siempre de las rupturas drásticas y más aún, de las preguntas drásticas1. Más tarde, todavía, hubo quien analizó la democracia uruguaya como correlato político de una sociedad abierta, disponible, fuertemente integrada e integradora, de una comunidad idónea para articular lo propio y lo ajeno, lo público con lo privado, la sociedad con el Estado.
Esta modalidad de la convivencia política era un tópico inequívoco de nuestro
clasicismo y de nuestra originalidad. Habíamos aprendido (aunque también
olvidado el luto de tantas batallas) a convivir entre partidos, habíamos mostrado
mucho más talento para el cogobierno que para la alternancia; los partidos
habían logrado ocupar casi todo el espacio de la acción pública, eran
programas en un sentido amplio, eran escuela de reproducción social y cultural,
En este 1997 se cumplen veinte años de la muerte de Carlos Real de Azúa, Sus trabajos siguen animando a pensar y a investigar a las generaciones jóvenes, probablemente en mayor medida que hace veinte años. Respecto de los temas que aquí se consideran, cf. El impulso y su freno, EBO, Montevideo, 1964; Política, poder y partidos 1971, FHFE, Montevideo, 1988;
Uruguay ¿una sociedad amortiguadora? EBO, Montevideo, 1985.
. En 1973 (para marcar solo una fecha simbólica), aunque muchos se estimularan con la idea de que «lo peor era lo mejor» todo conducía a creer que lo mejor ya nos había pasado. Así, la crisis de aquel Uruguay clásico podría hoy ser interpretada como la inversión radical de aquellos rasgos, como la carrera desenfrenada hacia los tópicos opuestos.
Algunos creyeron descubrir que la prosperidad era bastante ilusoria, en tanto
había dependido demasiado –una vez más– de variables sobre las que el país
no podía ejercer control alguno. No era esa una explicación muy sólida para
evaluar una larga década de crecimiento, pero servía al menos para enganchar
a los principales indicadores en la cadena de un deterioro cada vez más visible;
caída de las exportaciones agropecuarias y de la capacidad de compra, freno
del crecimiento industrial, déficit presupuestal, recurso al financiamiento
externo, expansión artificiosa del sector financiero y especulativo, retracción de
las inversiones y aceleración del proceso inflacionario.
El estancamiento del producto no se había acompasado (¿por qué habría de
hacerlo?) con un descenso de las expectativas por la distribución de una
sociedad cada vez más temerosa e indispuesta para el riesgo y cuyos agentes
lucían mucho más propensos a la deslealtad que al compromiso. Las
corporaciones cobraron entonces un vigor inusitado; ganaron el terreno y la
iniciativa que fueron perdiendo los partidos políticos. El sistema político
uruguayo, clave de bóveda de la referida hiperintegración, disminuido en su
autonomía fue perdiendo capacidad de articulación de una sociedad
crecientemente fragmentada. Todos fugaban a su particularismo y ningún actor
del sistema insinuaba siquiera gestos creíbles que pusieran en evidencia la
capacidad de dominio y de gobierno de la situación.
La violencia cumplió su papel «creativo». El más importante, medido en el
mediano plazo, es el de haber operado como gran ambientadora de una
demanda de orden. Más aún, el avance de la violencia en el espacio público, la
ruptura al fin de la pauta amortiguadora que regía la convivencia clásica, llevó a
pensar a muchos que la acción política no debía ser más que la construcción
unívoca del orden. Era fácil entonces caer en la tentación del camino más corto
para acceder a los cambios que el país necesitaba y sobre los que había
rumiado en los dos lustros anteriores. Para decirlo en términos bien simples,
casi simplistas, entre «la democracia» y «el cambio», cualquiera fuera su
sentido y orientación, pareció para muchos preferible el cambio.
La transición restauradora
Lo que ocurrió después, la dictadura y sobre todo la transición, sirvió para
reforzar la noción de clasicismo de la que vengo abusando en esta exploración.
Al cabo de los 40 años transcurridos desde la irrupción de la conciencia de
aquella crisis, el país no ha querido abandonar su propio modelo y no ha
soportado la idea de dejar de ser igual a sí mismo. Para bien y para mal,
pareció encontrar su consuelo en el alcance de lo previsible, en la llegada de lo
esperable. Lo clásico, enseña Calvino, es aquello que por su calidad originaria
aguarda su mejor versión y siempre tiene algo por decir.
El gobierno «cívico militar» instaurado en junio de 1973 había transitado por una
etapa comisarial y de normalización, con duros efectos represivos, para dar
paso luego a un intento más «creativo» en términos de proyecto político. Tras
algunas vacilaciones respecto al rol de los partidos políticos en el nuevo
esquema, las Fuerzas Armadas ofrecieron una reforma constitucional que
introducía normas autoritarias y antidemocráticas en el odre viejo del «edicto
perpetuo» nacional. A pesar de este encubrimiento de intenciones y del «fraude
estructural»2 con el que se llegó a la consulta, la ciudadanía no se distrajo y el
proyecto fue rechazado por el 56% de los votos válidos.
No existen precedentes en el país y en la región de semejante empeño cívico,
pero tal originalidad histórica no es suficiente evidencia como para esclarecer al
observador algunos misterios que nos tiende todavía aquella gesta, Para
empezar, el país vivía entonces cierta euforia económica, el gobierno contaba
con todos los medios masivos de comunicación a su favor y la dictadura chilena
le había aportado un ejemplo de legitimación electoral (por cierto que todavía
gravosa para Chile). Por debajo de esta engañosa superficie, que desmiente
respectivamente el «voto económico», el «voto manipulado», y el «Voto exitista»,
quedan todavía planteados ciertos desafíos a quienes aspiren a explicar los
hechos. Menciono solamente tres de ellos.
Sin el oficio electoral propio de los partidos políticos y sin liderazgos
personalizados, las autoconfiadas FFAA se ubicaron curiosamente en posición
«de blanco» vulnerable, pero una vez derrotados respetaron el fallo. ¿Impotencia irreversible o aceptación resignada de la pauta tradicional de legitimidad política del Uruguay? Dicho más simplemente, ¿cuán «uruguaya» fue la dictadura uruguaya?
2. Los partidos políticos habían sufrido con grados distintos la prisión y la
proscripción de su dirigencia y militancia. Sin embargo, hay evidencias de que
se reactivaron velozmente en aquellos meses cruciales de 1980, que volvieron a encuadrar a la ciudadanía y a ofrecerle un eficaz vocabulario democrático. La
dictadura suspendió la partidocracia, pero no a los partidos que fueron actores
de la transición y que a la vuelta de la democracia restauraron junto al
electorado el mapa político. Más allá de importantes renovaciones en los
liderazgos y en las correlaciones internas, el sistema recuperó la estructura que
lo sostenía antes del golpe de Estado de 19733.
3. Para muchos actores políticos la victoria aparejó ilusiones: una de ellas era la de la unanimidad del cuerpo político. (En algún sentido esta lógica ilusión
supone cierta prescindencia de la historia: la hace arrancar desde allí, «reúne a
la ciudadanía en torno al mismo hecho, mítico y fundador más que refundador
de la democracia.) Sin embargo, cabe pensar que el 41,8% que votó a favor del
proyecto militar, aparte de su heterogeneidad que no habilita a pensar en la
existencia de una «reserva electoral» del régimen, se configuró sí como
contrapeso a cualquier pretensión maximalista que aspiraran a empujar los
actores de la transición.
Con todo, creo que una de las marcas más expresivas e indelebles del
plebiscito de 1980 es su constitución como herramienta política y electoral
recurrente. El medio fue aquí el mensaje. La articulación electoral de la política
nacional quedaba de ese modo plenamente afirmada, reformulada en tanto la
tradicional práctica de dirimir conflictos cruciales a través de las urnas se
actualizaba también, paradojalmente, durante el régimen dictatorial.
Si se toman como referencias las consultas populares de la poliarquía
uruguaya desde su configuración contemporánea en 1917 se observará que: a)
el nivel de concurrencia a las urnas estuvo en correspondencia con la
crucialidad del dilema puesto en dilucidación; b) que ellas siempre resultaron
efectivamente decisivas (cambiaron rumbos, evitaron rumbos, modificaron
constituciones, etc.); c) que fueron variando su temática de manera significativa,pues en una primera etapa estuvieron volcadas a la revisión del régimen de gobierno previsto en la Constitución, en tanto que más recientemente se orientaron a cuestiones económicas y sociales. de administración y distribución
de recursos (ajuste de pasividades, estatuto de las empresas públicas,
asignación presupuestal a la educación).
Tal vez hay dos instancias que escapan a una observación tan general como la
precedente y que abrieron procesos todavía muy desafiantes.
La ley de«caducidad de la pretensión punitiva del Estado» aprobada por el Parlamento y
ratificada por la ciudadanía el 16 de abril de 1989 no le ha puesto «punto final»
al tema (la historia, humilde maestra de la paciencia, enseña que no podría
hacerlo). Aun circulando dentro de las restricciones que la misma ley impone,queda por esciarecerse el destino final de los desaparecidos durante la
dictadura.
La otra consulta, la última, en diciembre de 1996, permitió reformar una vez más la Constitución, pero ahora lo hizo en un sentido mucho más radical que en anteriores oportunidades (elecciones internas simultáneas, candidatos únicos por partido, segunda vuelta). En mi opinión, el cambio afectará nuestro régimen de gobierno tornándolo más presidencialista y dañará, en aras de una
pretensión mayoritarista, a nuestro clásico –y también lleno de falencias–
sistema de partidos políticos. Dígase de paso que semejantes cambios han
sido resueltos por escasísimo margen de voluntades y que algunas de sus
normas aguardan una reglamentación precisa, dependiente de nuevos y
seguramente trabajosos acuerdos políticos. De todos modos, este sello
plebiscitario, distintivo en América Latina, no debería llamar al conformismo; en
cierto sentido su evolución más reciente podría mover a la preocupación.
Uruguay quedaba a salvo de la pendiente, pues dados sus antecedentes de más larga data, el Parlamento uruguayo de la transición había vuelto a mostrar todo su peso institucional y el presidente había sido «obligado» a negociar con él sus políticas.
La evolución uruguaya del último lustro justifica la persistencia de ciertas peculiaridades nacionales, aunque no cabe considerarlas ahora de una manera tan optimista, liberada de todo riesgo institucional. Dicho más brevemente: la democracia plebiscitaria que parece abrazar el Uruguay compromete tanto como la delegativa a la democracia representativa. En rigor, el estilo plebiscitario es delegacionista y discute fuertemente las funciones de la mediación y la representación políticas.
En lugar de hacerlo en favor de la institución presidencial, la delegación se
concreta en favor de un cuerpo electoral indiferenciado, convocado a una
respuesta simple, simpíficadora, binaria (si o no) y cuyos resultados son
también mayoritarios.
Con excepción de aquel plebiscito de 1980, refundador de la democracia
representativa, las demás consultas populares fueron en algún sentido una
discusión de la misma: una vez que el Parlamento se ha pronunciado en tal o
cual materia, el plebiscito vuelve las cosas «a cero», discute al representante,
vuelve a transitar por su camino. Por detrás del talante democrático de este
itinerario puede barruntarse otra «lectura» que habría que tomar en cuenta: el
avance del cuerpo electoral suele ser correspondiente a un repliegue de los
cuerpos representativos (la «presencia soberana» hace caducar a la
representación, decía rousseaunianamente José Artigas). En estos casos,
además, el repliegue viene encimado a una coyuntura particularmente crítica
para la acción pública y política.
Así, la democracia directa puede resultar un
buen atajo para enfrentar la crisis de la política de este fin de siglo, pero no deja
de ser un atajo que se ahorra la faena de la mediación, del debate, de la
reformulación de preferencias y resistencias, de la negociación, de la
persuasión recíproca entre el representante y el representado.
Quiero explicarme con un ejemplo: en la elección de noviembre de 1994,
algunos grupos políticos y sociales promovieron una consulta simultánea en
virtud de la cual la ciudadanía debía resolver sobre la conveniencia de destinar
una proporción fija (27%) del presupuesto nacional a la educación pública. El fin
era obviamente loable y el camino resultaba por demás tentador. Se trataba de
asegurar de antemano, fuera de cualquier restricción, un monto para la
educación; se trataba de sustraer a la educación del debate público de
«despolitizarla», de «escapar del trabajo».
Aquel «movimiento del 27%» era expresión del colapso de la educación pública,
pero en referencia al tema que vengo considerando, era también un claro
portador de la crisis de la política y de la representación. La ciudadanía lo
rechazó de manera contundente, a pesar de que los partidos promotores de la
consulta obtuvieron un formidable resultado electoral y de que la población se
ha mostrado desde entonces dispuesta a aceptar que se gasten cada vez más
recursos en la educación, tanto de su ahorro privado como de los dineros
públicos. La crisis fue razonablemente resuelta porque los partidos políticos
ocuparon su espacio, aun arriesgando su desempeño electoral. Digo más:
gracias a esta resistencia al arbitrio meramente plebiscitario, la educación
pública no fue sustraída del debate político y tampoco cayó en manos del
mercado, donde si bien se producen decisiones, no es necesario
argumentarlas y justificarlas públicamente como en el espacio democrático.
Salvo que los políticos dejen de creer en el sistema (en los partidos, en la
política, en sí mismos), el funcionamiento uruguayo seguirá mostrando en la
región un modo peculiar de hacer política. Estimo que es el mejor dotado de los
países del Mercosur, afirmación que carece de relevancia en la medida que los
políticos uruguayos generalmente no la creen.
Mirada la cuestión con mayor perspectiva y piedad, la forma en que se restauró
la democracia uruguaya habla más del Uruguay como civilización política que de la dictadura que la segó durante aquellos doce duros años. El plebiscito de
1980, gesta cívica sin igual, nos reincorporó entre otras cosas a una tradición
bifronte y al fin y al cabo muy antigua: a la democracia de partidos y
representantes y a la democracia de electores y de votadores. Un desafío de los años próximos del Uruguay reside en mantener el equilibrio en ambos frentes, en no exagerar ninguno de sus dos clásicos perfiles.En la actualidad la dictadura uruguaya es un capítulo no cerrado desde el respeto a los Derecho Humanos, y generador de controversia por la forma legal como se concluyó; con las sucesivas leyes de punto y final, ya conocidas e incluso derogadas en otros países, pero no así en Uruguay.
La ley de caducidad es una ley con naturaleza de amnistía que amparó con el perdón todos los delitos cometidos hasta el 1 de marzo de 1895 por funcionarios militares y policías por móviles políticos o con ocasión de acciones ordenadas por mandos superiores. Fue aprobada con las correspondientes mayorías necesarias en el parlamento y ratificada en referéndum por voto directo y secreto el 16 de abril de 1989. La Suprema Corte de Justicia declaró la constitucionalidad de la ley.
Anterior a esta ley de Caducidad son la “Ley de Pacificación Nacional”[3], que decretó la amnistía de todos los delitos políticos comunes y militares cometidos a partir de l de enero de 1962, y la “Ley de reincorporación de destituidos por motivos políticos, ideologicos, gremiales o arbitrarios” [4]. Ambas leyes junto a la de Caducidad se insertan el denominado espíritu de “Democracia y reconciliación”, que defiende el punto y final, como en otros países, respecto de los crímenes cometidos en la dictadura militar.
Por el contrario, asociaciones como Serpaj, Amnistía Internacional, Crisol, Red Uruguaya de Autonomías, etc, han sido en los últimos años promotores de la derogación de dicha ley con el objetivo de conocer la verdad y hacer justicia. En el año 2006 lanzaron un manifiesto firmado por todos ellos junto a senadores, un general y familiares de desaparecidos que dio lugar a la formación de la Coordinadora Nacional por la Ley de Nulidad.[5]
En dicho manifiesto se establecen las bases éticas, jurídicas, morales y sociales para derogar la Ley de Caducidad. Los convocantes del manifiesto aducen que la susodicha ley fue aprobada bajo la amenaza militar, violando los derechos humanos, y transgrediendo el Derecho Internacional que obliga al
Estado a juzgar y esclarecer los crímenes de lesa humanidad. La Ley de Caducidades un obstáculo para la justicia, por ello su declaración de nulidad se impone por mandato mismo del derecho. Nada debe de impedir a las instituciones democráticas actuales ajustar las realidades antijurídicas al derecho en base a su sustento democrático.
En el manifiesto mencionado se alude a la necesidad de encarar el futuro sin ninguna tara antidemocrática, pues la Ley de caducidad supone un lapso importante en una memoria colectiva que no debe olvidar, pero sobretodo, no debe de dejar de buscar la justicia. El manifiesto se crea para movilizar en pos de la creación de la posterior Coordinadora Nacional por la Nulidad de la Ley de Caducidad.
A diferencia de otros países del entorno, donde leyes similares de indulto o punto final, han sido derogadas o declaradas inconstitucionales, en Uruguay no se ha dado tal corrección. Ante las protestas contra la ley de Caducidad el Ejecutivo ha emitido varios informes fundamentando su posición favorable a la ley.
El primer informe emitido por el gobierno es una respuesta al informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos [6] .
En el se utilizan una serie de razonamientos y fundamentos para apoyar el carácter reconciliador de dicha ley de caducidad y el respeto de la misma a los Derechos Humanos.
La ley de Caducidad supone una caducidad de la capacidad punitiva del estado respecto de los crímenes cometidos durante la dictadura uruguaya; luego si no se puede castigar para que investigar dice el gobierno Se utilizan opiniones de escritores para sustentar la idea de que la paz es más importante que la justicia y por ello se debe mirar hacia delante[7]. Se afirma pues que la Ley de Caducidad ha contribuido al desarrollo de la democracia, y el Estado de Derecho en Uruguay.
De estas diversas razones sobresale una, que es el fundamento sobre el que se apoya la respuesta al informe de la comisión interamericana de Derechos Humanos. Se alude al artículo 30 de la misma: “El goce y ejercicio de los derechos y libertades pueden limitarse o restringirse a través de leyes que se dicten por razones de interés nacional”.[8]
Sobre este artículo se afirma que se admite la limitación de los derechos humanos en base a los derechos, la seguridad y el bien común de la sociedad.
Por ello el gobierno sustenta la legitimidad de la Ley Caducidad en que ella busca el bien común, el interés general y la consolidación de una sociedad democrática, pacífica y estable. Se la defiende como ley de indulto y amnistía porque ambas instituciones aparecen reconocidas en el pacto de Derechos Civiles y Políticos de las Naciones Unidas[9] y en el Pacto de San José[10].
Todo se reduce a que las justas exigencias del bien común en una sociedad democrática justifican la limitación de los Derechos Humanos.
Dicha Ley de Caducidad fue dictada por razones de interés general y buscando el bien común, por ello, no debe ser derogada.
Respecto a los derechos de las victimas, tanto en el informe emitido por el Estado para la Convención como uno posterior del año 97[11] se afirma que el Estado no tiene capacidad punitiva en virtud de la Ley de Caducidad sobre los hechos denunciados, luego si no se puede castigar, ¿para qué investigar?, Los actos que la ley ampara son tanto los anteriores a la misma como los posteriores, siempre que el poder ejecutivo los considera asociados al artículo 10, de dicha ley, el que declara la amnistía.
Se alude en ambas reformas a los daños causados por una posible reapertura del proceso y al carácter positivo de la ley, en tanto que mira al futuro, y a que según las declaraciones de San José, el derecho individual puede ser limitado en una sociedad democrática por las exigencias del bien común. Como mucho se acepta las denuncias sobre lo acontecido fuera del plano penal,
obteniéndose a veces indemnizaciones, pero no verdadera justicia.
En el reciente informe de la ONU sobre los Derechos Humanos en Uruguay[12] se destaca la formación de la Coordinadora Nacional por la Nulidad de la Ley de Caducidad y se denuncian una serie de hechos. Se critica la formalización oficial de la búsqueda de restos humanos en los batallones militares pues aún se desconocen el destino de 200 ciudadanos desaparecidos. Por ello, se apela a que el Estado genere nuevas vías de investigación, exigiendo una colaboración verdadera y comprometida de las fuerzas armadas.
Esta es la situación actual en Uruguay respecto de la dictadura; la poca justicia hacia lo que ocurrió llega desde la vecina Argentina, donde muchos uruguayos fueron secuestrados y asesinados, y sus verdugos si pagan por ello.
La única esperanza es que Tabaré Vázquez, el primer presidente de izquierdas en la Historia del país, cumpla sus palabras en el juramento ante la Cámara; “es necesario y posible aclarar las zonas oscuras para que la paz se instale en el corazón de los uruguayos”.
Posteriormente aclaró que toda investigación se hará dentro de la Ley de Caducidad aprobada en 1985 y ratificada en referéndum en 1989.
Texto extraído de:
http://aridopabulo.blogspot.com/2009/04/la-transicion-la-democracia-en-uruguay.html.
5.- Reflexión final.
Pertenezco a una generación muy joven que cuando tomé conciencia de donde vivo , el país donde me formé como ciudadana , me encontré con la realidad de que la vida transcurre historicamente y que hay momentos que se viven en los países que nunca sabemos comprender el por que de las cosas.
Valió la pena buscar material y leer artículos de diferentes autores presentados en este trabajo en donde explican momentos y situaciones extremas que realmente han dejado huellas en las generaciones anteriores.
Fue provechoso rescatar este material para tomar conciencia y compartir también con familiares de otras edades este tema debido a que los mayores asi han vivido en un país en donde el sistema político no siempre fue el mas adecuado. Las ideas que rescato de estas lecturas han dejado una nueva huella en mi persona porque estos relatos ya históricos me confirman que es bueno valorar el sistema democrático como forma de gobierno para poder vivir crecer y desarrollarse como persona. Los derechos Humanos significan algo trascendente en todos nosotros porque ahora sé que me garantizan el acceso a la libertad de pensamiento y poseer una cultura que me garantiza autonomía entre otras cosas más .
Pensé en comentar algún artículo de estos que presenté pero creo que sólo me limito a opinar de cada uno de los leídos la diferencia abismal que existen entre ellos al hablar de democracia o de dictadura. No siempre se puede opinar de lo que no se
ha vivido en carne propia. Muchos relatos loshe escuchado oralmente y de diversas perpectivas y me es muy difícil a veces comprender todo lo que han vivido las generaciones anteriores.
Si puedo decir que amplio mis conocimientos, contribuyó a modificar mis esquemas mentales y mi posicionamiento frente a la vida.
Ver con cierta mirada y aprender desde ya, a participar, tener un posicionamiento ético para construirme como persona y tener un futuro que me permita desarrollarme como persona ética y solidaria.
Estoy dentro de una generación de personas que debemos recperar nuestra jerarquía cultural para favorecer a nuestra comunidad y saberle algún día trasmitirle a generaciones que me sucedan a mi las verdades dichas como se deben.
La educación de hoy nos da esa herramienta asegurándonos el acceso a todos los conocimientos. Éstos nos permiten construir una ciudadanía mejor, aceptar todo tipo de cuestionamientos y no ser neutral a la hora de poder dar opiniones frente a este tipo de temas. Una persona siempre puede hacer historia. Rescato la importancia de la conciencia personal y la subjetividad en mi proceso de formación para lograr que en esta época en la cual vivo sea una sociedad justa y se pueda argumentar o persuadir libremente sin miedo alguno.Sésolamente que puedo leer lo que quiera, y opinar lo que pienso sin restricciones. Eso es un legado histórico que nos dejaron otras personas y que todo jóven debe valorar como patrimonio cultural.
Natalia Castro Bussón
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