Formas de gestión y control en una escuela democrática
Josep M. Masjuan / Ramón Prats
Artículo enmarcado dentro de la X Escola d’Estiu, que tiene como objetivo elaborar una
serie de propuestas dentro del proyecto de Escuela Nueva como respuesta a la situación
educativa. Recoge los cuatro apartados que centraron la reflexión: el carácter público de
la enseñanza, los contenidos y métodos, la ideología, y la administración y la gestión de la
educación. Una escuela democrática, una Escuela Nueva, que participe en todos los campos
de la vida social. La gratuidad de la enseñanza sería la primera condición para conseguir
una escuela única y pública, no uniformada, en donde el control pase por los mecanismos
creados a nivel colectivo, para salvaguardar los principios de libertad.
democratización de la educación, Escuela Nueva, X Escola d’ Estiu, Escuela Pública
El objetivo que nuestro grupo se propuso estudiar tenía implicaciones de carácter general. Teníamos que
plantearnos, en efecto, un conjunto de elementos que afectan a la misma estructura educativa y a su funcionamiento,
con el fin de elaborar las líneas maestras de un proyecto de Escuela Nueva como respuesta a la situación
actual.
En el conjunto de temas de ámbito general algunos habían sido ya aislados previamente ya que, por su
importancia específica, eran tratados por otros grupos de trabajo (la catalanidad de la escuela, la enseñanza media,
el estatuto del enseñante); en este sentido, nuestro grupo, aunque inevitablemente hace alguna referencia a estos
temas generales, procuró prescindir de los mismos para centrarnos en los restantes.
Este artículo recoge, por tanto, los cuatro grandes apartados que centraron nuestra reflexión: el carácter
público de la enseñanza, contenidos y métodos, la ideología y la escuela, y, finalmente, la administración y la
gestión de la educación.
En el primer apartado del artículo hemos intentado sintetizar unas constantes que aparecieron como las
líneas de fuerza a lo largo de la discusión.
TRES EJES FUNDAMENTALES DE NUESTRO TRABAJO
La crisis del rol social del maestro
Los maestros se niegan, cada vez más, a utilizar sus saberes para distanciarse de la inmensa mayoría de la
población: se niegan a establecer un diálogo sólo con aquellos que mejor pueden entenderles en términos de
cultura escolar, y se niegan, más aún, a menospreciar al resto como si se tratase de alumnos a los que la naturaleza
no ha dotado suficientemente para poder proseguir en el camino. Por el contrario, empiezan a rebelarse contra este
papel que la sociedad les otorgaba y les otorga, se dan cuenta de que las diferencias entre rendimientos escolares
son la traducción a nivel cultural de las diferencias en cuanto al origen social de los alumnos; que incluso las
diferencias en las motivaciones a la hora de estudiar, y en la misma valoración de la escuela, traducen ambientes
culturales distintos y, como consecuencia de ello, descubren que sus intereses profesionales no se pueden realizar
de una manera correcta si no es mediante un replanteamiento general de la escuela.
La exigencia de unas condiciones materiales indispensables para llevar a término la educación, la eliminación
de las distintas estructuras escolares que acaban reforzando el clasismo de la sociedad y, en consecuencia, por
la división social del trabajo en una sociedad capitalista. Creemos también que cualquier reflexión colectiva sobre
la enseñanza debe tener presentes estos puntos: la necesidad de una enseñanza fundamentada sobre una base
científica, la conciencia del carácter no neutral de la institución escolar ni, por tanto, del maestro, la exigencia,
como consecuencia de ello, del reconocimiento de la pluralidad ideológica potenciando un actitud de diálogo y de
solidaridad entre los educadores, etc.
La escuela, una institución histórica actualmente imprescindible
¿Es posible llevar adelante un planteamiento como el anterior en el contexto de una sociedad capitalista?
¿Acaso no se trata de un planteamiento totalmente idealista?
Una sociedad políticamente democrática continúa planteando problemas fundamentales derivados de la
estructura social: el conflicto estructural generado por unas relaciones de producción capitalista y sus consecuencias
en todos los terrenos de la vida social aparecen como un hecho reconocido. Los condicionamientos de la
sociedad sobre la escuela seguirán siendo importantes en todos los ámbitos y más aún en aquellos en que la escuela
funciona como una institución encargada de configurar unas profesiones condicionadas por el mercado de trabajo,
una concepción pedagógica fundamentada a menudo en el éxito escolar de la mayoría de los alumnos y no sobre
el éxito de una minoría constituyen elementos que se derivan, lógicamente, de una pregunta esencial sobre el papel
social que la escuela juega.
No se trata únicamente -situación tan distante de la actual- de trabajar y luchar en favor de una escuela de
igual calidad pedagógica, que compense las diferencias culturales. Los enseñantes no piensan tan sólo en una
igualdad de oportunidades al comienzo de la escolaridad, sino en una igualdad al menos al final de la escolarización
obligatoria, de manera que los condicionamientos sociales hayan disminuido su influencia, compensados por una
escuela en último término redistribuida.
En el terreno de los contenidos y de los métodos de enseñanza, hemos sometido discusión el papel social del
maestro.
No sabemos hasta dónde se puede avanzar en nuestra pretensión de hacer variar la actual funcionalidad de
la escuela. En cualquier caso, los enseñantes conscientes de estas limitaciones consideran que la respuesta políticamente
válida no es la negación de la escuela como institución conservadora; las corrientes de antiescuela no han
obtenido un eco efectivo en el colectivo de nuestro trabajo. La disyuntiva entre primero cambiar la sociedad o
primero cambiar la escuela sufre de un mal planteamiento inicial. La escuela, como parte de la sociedad, es un
terreno de penetración y cambio.
La participación en todos los campos de la vida social
Una escuela democrática, con las características que en páginas sucesivas se irán indicando, sólo es posible
en el marco de una organización política democrática.
Pero los enseñantes se inclinaban por una concepción dinámica de la democracia, entendida como control
por parte de la población de las propias condiciones de trabajo y convivencia. Este punto de llegada era la resultante
de un largo proceso concebido dialécticamente, en el sentido de que la acumulación cuantitativa de las formas
de control de la población en diferentes terrenos de la vida social hacía posible también un avance cualitativo en
relación a aquellos sectores que constituyen los núcleos centrales del sistema social.
Se puso el acento y la insistencia en la necesidad de construir una escuela nueva, como expresión semántica
que tiene que designar una nueva realidad, totalmente opuesta a la actual estructuración fragmentada, jerarquizada
y burocratizada de la actual escuela.
LA EDUCACIÓN, UN SERVICIO PÚBLICO FUNDAMENTAL
La gratuidad de la enseñanza es la primera condición indispensable para poder alcanzar los objetivos anteriores.
Esta gratuidad tiene que cubrir todos los niveles de la enseñanza, desde los más elementales, dada la gran
importancia que la llamada enseñanza preescolar tiene para el futuro del alumno. La escolaridad obligatoria y
gratuita tiene que iniciarse antes de los seis años, y es necesario hacer posible, además, que los equipamientos
sociales sean suficientes y gratuitos desde el comienzo de la vida del niño. Porque sin gratuidad habrá selección.
La instrucción y el aprovechamiento al máximo de las potencialidades de toda la población no es sólo una
cuestión que afecte a los individuos en cuanto tales, sino que beneficia a toda la colectividad, y no precisamente
en el terreno de la producción en una sociedad estructurada sobre la división del trabajo capitalista, sino sobre todo
en el terreno global de la vida colectiva, y por consiguiente, la financiación de la escuela no es una cuestión
privada sino pública, el único sector que puede garantizar la gratuidad.
El derecho a la instrucción, tantas veces proclamado, se tiene que hacer efectivo, lo cual sólo es posible si se
considera la educación como un servicio público fundamental, que el Estado tiene que garantizar a todos los
ciudadanos de la colectividad.
La distancia que va de la situación actual a este objetivo no se nos oculta que es enorme. Conviene tener en
cuenta que el régimen actual español es de los que menos dedica a la educación en proporción al producto nacional
bruto, a distancia considerable de otros países, tanto de los denominados subdesarrollados como de los que
están en vías de desarrollo. Las irracionalidades tan corrientes en la asignación de recursos, propias de las sociedades
capitalistas, se han agravado de forma desmesurada en el caso del Estado español, lo cual ha facilitado la
pervivencia de sectores parasitarios de la economía vinculada al aparato del Estado, hasta imposibilitar incluso la
tímida reforma fiscal que el «Proyecto de Ley General de Educación» planteaba, como instrumento que ayudase
a la financiación de la misma. El retraso histórico es considerable, y las necesidades aumentan más aún si pretendemos
cubrir los objetivos que declaramos. Sólo mediante una reforma fiscal será posible avanzar en el terreno de
las mejoras en las condiciones de vida, entre las cuales la instrucción de la mayoría de la población debe tener un
peso específico.
Es lógico que la gratuidad efectiva a todos los niveles plantee problemas económicos difícilmente resolubles,
y más aún si tenemos en cuenta la situación de partida.
Ello comporta una serie de elecciones en el tiempo y según un orden de prioridades, de las que no pueden
quedar al margen los ciudadanos.
Por otra parte, y además, una sociedad democrática tiene que posibilitar una participación colectiva en la
adopción de decisiones con el fin de que los ciudadanos puedan escoger, ante alternativas claras, un conjunto de
objetivos sociales que progresivamente tienen que ser alcanzados. Conviene que la población esté informada
acerca de las alternativas que se le pueden ofrecer para que elija según un orden de prioridades. Entonces se podrá
ir elaborando y presionando para que la gratuidad, como un elemento más dentro de un conjunto amplio de aspectos
colectivos, llegue a englobar, en un tiempo mínimo, todos los niveles de la enseñanza.
De forma inmediata, no se puede aplazar ya la aplicación de las medidas prometidas por el gobierno actual
y utilizadas por éste como arma ideológica de legitimación. (Construcciones escolares gratuidad de la EGB y de la
Formación Profesional de primer grado, etc.).
Si antes hemos afirmado que la financiación de la educación tiene que hacerse a partir de los recursos
públicos, lógicamente, y en consecuencia, su administración no puede recaer en manos «privadas».
Significa una total contradicción que los recursos públicos favorezcan o posibiliten la ganancia mercantil de
empresas privadas destinadas a la educación. La doble estructura escolar es un elemento fundamental del clasismo
del actual sistema educativo. Si un centro privado recibe una subvención procedente de los fondos públicos que le
permite abaratar el coste de la enseñanza, pero en cambio tiene que asegurar unos dividendos para el capital,
intentará poner en marcha distintos mecanismos (horas extras de clase, materiales, servicios extraescolares, etc.),
lo cual conlleva que las posibilidades de acceso a estos centros sean distintas según el origen social de los alumnos,
en contradicción con la función social que hemos asignado a la escuela.
La instrucción y el aprovechamiento de las potencialidades del individuo benefician a toda la colectividad.
Se debe ir hacia una escuela unificada, superando la doble estructura de escuela pública y privada actualmente
existente.
Es necesario iniciar al niño en el conocimiento del medio físico y social.
En el marco de una empresa privada nunca se podrá ejercer un control efectivo por parte de los interesados
en el proceso educativo.
Cuando se trata de justificar la conveniencia de que el Estado ayude con sus fondos a la escuela privada no
ligada al lucro, se argumenta aduciendo la libertad de enseñanza, tanto por parte del promotor de centros como en
nombre de los padres a escoger centro escolar.
Justamente porque queremos que sean efectivos estos dos principios de libertad en modo alguno pueden
pasar por el fortalecimiento de la actual escuela privada, ni tan sólo por su mantenimiento como tal o ayudada
económicamente por el Estado. ¿Quién puede pensar, con un mínimo conocimiento de causa, que ante una situación
histórica de privilegio, los distintos grupos sociales tendrán las mismas oportunidades de crear o de mantener
centros escolares?
¿Quién puede pensar que a lo largo y a lo ancho de la geografía del país los padres podrán escoger para sus
hijos el centro que más les guste, en términos de concepción ideológica de la educación, si el Estado financia los
centros privados actualmente existentes? ¿Cómo queda la libertad de enseñanza en el marco de tales centros? La
formulación de las preguntas anteriores, que ya presupone la respuesta de los enseñantes, no significa, por supuesto,
la defensa de la escuela estatal como monopolio ideológico, centralizada y burocratizada tal como se da en la
situación actual.
En el marco de una escuela única y pública, que no significa uniformada, en donde el control pase por los
mecanismos creados a nivel colectivo, es donde mejor se pueden salvaguardar, de una forma realista, los principios
de libertad antes mencionados.
Una política clara en favor de la promoción de la escuela pública no puede suponer, en ningún caso, no tener
en cuenta la actual situación. Lo que sí ha parecido claro es que una política educativa correcta no ha de tender, de
ninguna manera, a reforzar la doble estructura de escuela pública y privada actualmente existente, sino que tiene
que posibilitar la reconversión en una escuela unificada, en términos que conviene estudiar, y previo un diálogo
con los afectados de todas las escuelas que quieran tomar parte en el mismo.
Hay que tener en cuenta aquellas escuelas que actualmente existen como privadas, pero que han surgido
como tales ante la imposibilidad de encontrar en la escuela estatal actual un espacio para poder realizar una
determinada concepción de la escuela, y que además están concebidas en muchos casos con un claro afán de
lucro. También conviene tener en cuenta otras escuelas, muchas de las cuales pertenecen a la Iglesia, arraigadas en
sectores sociales desfavorecidos y que, dejando a un lado su origen histórico, se han replanteado su función social
.
Conviene formular una política concreta de transición hacia la nueva escuela pública, a la cual se puedan
acoger todas las escuelas privadas que quieran, y que permita, con unos plazos determinados, que los enseñantes
puedan integrarse en el cuerpo único, y que los edificios y el equipamiento, cuando ello sea posible, también
puedan formar parte del patrimonio colectivo.
Si se dan tales presupuestos, la política de subvenciones, tal como se aplica en la actualidad totalmente
inadecuada por cuanto contribuye a reforzar la doble estructura escolar, podría ayudar como puente mientras la
integración total no se produzca.
En estos centros escolares en transición, la participación y el control de los padres y maestros respecto a la
asignación económica estatal, podría asegurar uno de los presupuestos básicos de esta política: la ganancia privada
ha de quedar excluida del sector educativo siempre que éste sea ayudado por un fondo proveniente del tesoro
público.
De todas maneras, y paralelamente a lo anterior, es imprescindible una política de construcciones escolares
que suprima definitivamente los déficits existentes, al tiempo que permita prestigiar a la escuela pública, considerada
en la actualidad, y no siempre con razón, como escuela de ínfima calidad.
LOS CONTENIDOS Y LOS MÉTODOS
La escuela tiene que dejar de ser letra muerta, la explicación de lo que no sucede jamás o el edificio aislado.
Por el contrario, la escuela tiene que convertirse en una institución estrechamente ligada a la vida real de los
hombres. Como dice Wallon: «Un individuo es inconcebible separado del medio en donde vive y se desarrolla. Es
necesario, por tanto, abrir ampliamente la escuela a la vida en la medida en que la edad de los niños lo permita. Es
necesario habituarlos al conocimiento del medio físico y del medio social».
Esto hay que conseguirlo mediante la entrada de la realidad cotidiana, de los problemas de los hombres, del
trabajo y de las ideas vivas en la escuela; para llegar hasta este punto, conviene pensar en la adecuación de los
contenidos y también de los métodos que permitan esta aproximación a la realidad. Conviene, por tanto, que los
contenidos partan de la realidad geográfica, histórica, social y lingüística; y, en este sentido, queda por andar un
gran trecho.
En esta perspectiva no cuesta ver que la escuela tiene que dejar de ser una especie de reducto aséptico y
abrirse a la realidad social que la rodea.
Éste vínculo entre la escuela y la realidad tendría que cubrir diferentes aspectos:
La escuela tiene que entrar en contacto con los hombres. El maestro no es el único que tiene derecho a
hablar en la escuela. Conviene que las distintas profesiones entren en la escuela, para lo cual habría que arbitrar las
fórmulas que permitiese a los distintos profesionales colaborar con la escuela e introducir al niño, de forma viva,
en las distintas problemáticas.
La escuela tiene que estar en contacto con los diferentes centros de producción, esparcimiento, servicios del
barrio, a fin de poder aprovecharse de ellos.
La escuela tendría que colaborar en las distintas tareas colectivas: campañas culturales, servicios, etc., de
acuerdo con la edad de los chicos.
La escuela tiene que ser un lugar colectivo y «familiar» para el barrio, un espacio donde se pueden organizar
actividades propias de barrio tanto para los niños como para los adultos, mediante la cesión al barrio de los espacios,
zonas deportivas, instalaciones, biblioteca, etcétera. Todo ello bajo el control de los órganos de gestión de la
escuela.
Ahora bien, este lazo con la realidad próxima será la base, el punto de partida. Convendrá que progresivamente
se vayan ampliando los conocimientos del niño a partir de las realidades primeras, es decir, de las realidades
concretas e inmediatas, para que se abra a realidades más lejanas y diversas, de carácter más universal.
En cuanto a los contenidos transmitidos por la escuela, aparece claro que, de una manera general, tendrían
que estar de acuerdo con los últimos hallazgos de la ciencia. En la situación actual de nuestra escuela, conviene
que los planteamientos realmente científicos vayan desplazando a las ideas mistificadoras y pseudocientíficas en
todos los campos del conocimiento.
Sin embargo, la ciencia no es un hecho aislado. No puede, por tanto, ser presentada como tal en la escuela.
De lo contrario, caeríamos en un «cientifismo» igualmente deformador. Conviene ver la ciencia como un proceso
social, ligado a la historia y a todas las áreas de la vida humana.
El problema no acaba con los contenidos, porque los valores no se transmiten únicamente a través de ellos.
También la metodología escolar transmite valores: la atención pasiva, las verdades inmutables, la obediencia irracional
son muestra de este tipo de valores inculcados en el niño por medio de la metodología.
Por esta misma razón conviene que entre en la escuela la metodología científica, pero no como un instrumento
puramente operativo y acrítico, sino como una forma de penetrar en la realidad. Como forma crítica de ver
la realidad, que no significa escepticismo, sino capacidad de valorar los hechos y de comprobar su significado, que
llevará a la formación de seres pensantes.
El carácter científico de la enseñanza, desde el punto de vista metodológico, comporta implícitamente la
relación estrecha de los conceptos teóricos con la actividad práctica. El sentido del trabajo escolar sólo les aparecerá
claro a los chicos cuando descubran que cuanto aprendan no va destinado a la escuela sino a la vida.
Este vínculo lo podrán realizar si tenemos en cuenta el sentido de la práctica en el trabajo escolar:
a) La práctica como punto de partida de la ciencia; es decir, tanto en el sentido de metodología del conocimiento,
como en el de fomentar el desarrollo de las distintas ciencias. En clase, la práctica tiene que servir para
introducir cualquier conocimiento nuevo. Lo que significa que se tiene que introducir el tema de forma que el
alumno vea que existen problemas prácticos que deberán ser resueltos a partir de los conocimientos anteriores.
b) La práctica como criterio directo para valorar la validez de una teoría. (La forma más sencilla es el
experimento.)
c) La práctica es el campo de expresión de la teoría. Los alumnos tienen que comprobar, siempre que ello sea
posible, que las fórmulas teóricas tienen una aplicación práctica y cómo se lleva a cabo esta aplicación.
Es evidente que hasta aquí nos movemos en el terreno de los postulados generales, que tendrán que ser
concretados de acuerdo con las distintas edades del niño; en todo caso, permiten trazar las líneas generales por
donde deberían pasar las cosas.
Llegados a este punto, nos preguntamos quién y cómo tiene que planificar los contenidos y metodologías
escolares.
Las líneas metodológicas generales no tienen que ser elaboradas en los laboratorios de los tecnócratas, sino
a partir de la investigación ligada a la práctica pedagógica de los enseñantes. De forma que recojan en sí mismas las
aportaciones de la ciencia de nuestra época.
En cuanto al carácter que la escuela tiene que tener, su papel consistirá en crear un medio ambiente rico en
estímulos que favorezcan la actividad del alumno. Una actividad debidamente orientada, que en ningún caso
puede ser reducida a la simple recepción masiva de la información que el profesor transmite ya elaborada (como
elemento característico de la pedagogía tradicional).
«Una enseñanza activa, realmente significativa, exige, en nuestra opinión, todo un trabajo colectivo de
investigación pedagógica y didáctica.» (1)
En esta misma perspectiva será muy importante abordar el problema de los niños que fracasan en la escuela.
El fracaso escolar es, en nuestra escuela, una constante, que se da día tras día y que puede ser constatada a pesar
de los sacrificios de los padres y de la buena voluntad de los enseñantes. Estos fracasos tienen un carácter masivo
y segregador: se dan esencialmente entre los niños más desfavorecidos desde los puntos de vista económicos,
sociales y culturales.
Conviene situar este problema en el centro de la nueva escuela y buscar vías de solución al mismo, que no
pueden consistir en declaraciones verbales individuales si además no se arbitran medios materiales adecuados
junto con un enfoque justo del problema.
En este sentido, hablar de una escuela igual para todos es no tener en cuenta las desigualdades de los chicos
que llegan a la escuela, consecuencia de las desigualdades de su origen social, económico y cultural.
Importa, por tanto, que la escuela se convierta en un ambiente rico y estimulante que ponga en juego los
medios necesarios para que el éxito de todos los niños se convierta en realidad.
Es urgente, pues, que la escuela, y en ella el maestro, active el interés del niño, motivándolo y abriéndole
nuevas perspectivas, sin que una dirección así por parte del maestro esté en contradicción con la activa participación
del niño.
«Para nosotros, el proceso educativo es globalmente directivo, es decir, no renunciamos ni a nuestro papel
de adultos al lado de los niños y de los adolescentes, ni a nuestro papel de educadores, al lado de esos seres en
formación que son los alumnos. Respetar al niño, dejarle vivir su propia experiencia (en el marco de una colectividad),
permitirle conquistar progresivamente su propia autonomía es una cosa. Dejar que se hunda con sus handicaps
socioculturales o actuar como si la humanidad no hubiese existido antes de él y como si él lo tuviese que reinventar
todo, es otra cosa. Pensamos que es función nuestra como educadores crear un medio ambiente estimulante para
los niños.» (2)
Convendría, pues, establecer una redefinición de los saberes que hay que transmitir y de los métodos que
permitan a los chicos adquirirlos en mejores condiciones. Hay que asegurar unas bases generales, que podríamos
concretar con el establecimiento de unos niveles generales a lo largo de todo el sistema educativo, cuyo papel sería
el de armazón o esqueleto, adecuados a las edades sucesivas, teniendo en cuenta que la edad es un elemento
referencial general en lo que atañe a la maduración del chico, maduración determinada en gran parte por la práctica
y las influencias ambientales a que haya estado sometido.
Habrá que concebir, por lo mismo, la planificación de los niveles de forma flexible y dinámica en la evolución
del chico.
En esta línea, estos programas de orientación general se tendrán que adaptar a las distintas realidades
socioculturales con el fin de asegurar los lazos que le aten a la realidad, de que antes hablábamos. Los chicos
adquirirán los distintos conceptos mediante el material que ellos conocen, con contenidos concretos extraídos de
su realidad. La enseñanza se conectará así con la experiencia real de los muchachos. De esta forma el alumno se
podrá formar los conceptos vivos y generalizables, partiendo de los aspectos concretos, y llegar a la abstracción y
a la generalización.
Para que esta programación sea realmente viva y adecuada a las necesidades de la población, tendrá que ser
llevada a cabo con la participación de los enseñantes y de las organizaciones sociales de base, con el fin de que la
programación parta de los intereses reales de la colectividad.
A nivel de escuela, estos programas los debería revisar el colectivo de la escuela y adecuarlos metodológica
y didácticamente, de acuerdo con sus necesidades, aunque superando el individualismo del maestro aislado.
Esta planificación educativa, en cuanto a métodos y contenidos, como por supuesto también en otros aspectos,
pretende superar la concepción individualista parcelada y jerarquizada de la enseñanza, en la que cada maestro
se constituye en usufructuario de su parcela, como último peldaño de una pirámide escalonada cuyo vértice es
el ministerio y cuya base su pupitre.
Tal estructura se convierte en una máquina administrativa y burocrática, en la que cada uno conserva su
cargo, o lo mejora, con la condición de no poner trabas al organismo o cargo superior.
Importa superar estas formas nefastas que no pretenden el bien común ni llegar a regir colectivamente lo que
pertenece a la colectividad: la cultura y el acceso a la educación.
EL PLURALISMO IDEOLÓGICO, LA LIBERTAD DE ENSEÑANZA
Es importante saber superar el mito de la escuela «neutra», que a lo largo de los tiempos ha servido para
encubrir el monopolio ideológico de un sector de la sociedad.
«En toda su práctica profesional, cualquier enseñante deja traslucir una ideología. A menudo, sin ni siquiera
advertirlo. Pero si se pretende o se cree «neutro», el enseñante tiene una visión deformada de su papel y de su
función; corre el riesgo de estar en el «error» o de ser cómplice de la ideología sobre la que descansan los intereses
de los poseedores que nos gobiernan.» (3)
Hay que reconocer este hecho y enfocar el problema de forma que la escuela en una sociedad democrática
introduzca al niño en la realidad pluralista de la sociedad, y en sus múltiples opciones religiosas, filosóficas,
políticas...
Lo cual hay que entenderlo en un sentido amplio, informativo y de debate, no de adoctrinamiento concreto;
razón por la cual no debe haber ninguna formación de tipo religioso o político dentro del horario escolar. Conviene
que el niño entre en contacto con las distintas corrientes de opinión de forma abierta y crítica, en este sentido, el
enseñante desempeña el papel primordial de relacionar a los chicos con las diversas realidades, partiendo sobre
todo de la opción propia. Para que esto sea posible, y para que el enseñante pueda expresar libremente sus opiniones,
será necesaria una verdadera libertad de enseñanza, íntimamente ligada a las libertades generales, de opinión
y de expresión...
«Con ella se trata de garantizar que no será violentada la conciencia del maestro, y que ésta pueda cumplir
sin coacción de ninguna clase su deber de explicar lo que considere más verdadero, dentro del rigor científico
exigible en cada nivel, sin otro límite que el respeto debido a todas las doctrinas y a la misma conciencia del
alumno... Del ejercicio normal y generalizado de la libertad de cátedra lógicamente resultaría, dado el hecho del
pluralismo ideológico de los docentes, una educación pluralista en su conjunto, a través de la cual el alumno fuera
recibiendo durante todo el período de sus estudios diversas influencias, lo que permitiría comprender mejor todas
las opciones. El educando poseería entonces, máxime si es alentado a ello por una metodología adecuada, una
actitud crítica, analítica, comprensiva y sin perjuicio de poseer su propia actitud.» (4)
De donde se desprende que ningún enseñante deberá ser apartado de la docencia por motivo de sus convicciones
o de su filiación religiosa o política.
La escuela, pues, debería ser un elemento de consolidación de la democracia por su actitud frente a la
sociedad, por la participación en la gestión de todas las fuerzas sociales y por los contenidos y métodos, que
deberían adaptarse a este espíritu, eliminando todo monopolismo, tanto de los contenidos como de los instrumentos
pedagógicos: «Son igualmente penosos esos libros de texto para los que toda la verdad está exclusivamente
polarizada en las opiniones del autor, y donde se exponen de forma maniquea, o ridículamente simplista, toda
opción adversa.» (5)
En definitiva, las únicas posturas que conviene eliminar de la escuela son las no democráticas.
La escuela, fuera de las horas lectivas, dentro de este espíritu, tiene que estar abierta a la realidad de la
colectividad sea política, social o religiosa, y ofrece; sus locales para todo tipo de actividades, como ya hemos
señalado anteriormente.
LA ADMINISTRACIÓN Y LA GESTIÓN DE LA NUEVA ESCUELA PÚBLICA
Bajo este epígrafe, hemos recogido tres aspectos: la participación de los afectados en la elaboración de la
política educativa, la administración del sistema educativo y, finalmente, la participación en la gestión del centro
escolar.
La Ley General de Educación representó la formulación de una determinada política educativa, que en
algunos aspectos suponía un progreso con relación a la situación anterior, pero cuya primera característica fue que
en su elaboración no participaron efectivamente ni los enseñantes ni otros sectores sociales significativos.
A los cinco años de su promulgación, cuenta en su haber con el desbordamiento de las instancias que tienen
a su cargo la administración de la educación desbordamiento que podríamos sintetiza; precisamente como la falta
de una eficaz aplicación de una política educativa coherente.
La sensibilización general en torno a los problemas de la enseñanza ha aumentado considerablemente. El
desconcierto por una parte, y la presión, por otra aumentan a diario, porque se constata que no existe en realidad
una política educativa clara capaz de responder mínimamente a las exigencias de la población. Ha aumentado
también la sensibilización en torno a aquellos aspectos que ya en la misma Ley se venían planteando de forma
selectiva y clasista, agravados por una aplicación contradictoria, que ha llevado hasta la situación actual.
Ante esta situación, fue formulada la propuesta -que surgía de la experiencia de otros países- de abrir un
amplio debate sobre los problemas de la educación, en el cual pudiesen tomar parte todos los sectores sociales.
Sobre la experiencia de lo que podríamos denominar el Primer Congreso Educativo, sería posible imaginar qué
tipo de organismos convendría instituir para que interviniesen de forma regular en la planificación educativa.
Somos conscientes de las enormes dificultades económicas y humanas que supondría llevar adelante un
proyecto serio de alternativa educativa, pero creemos que las potencialidades, que actualmente están bloqueadas
y que podrían ser utilizadas, son también considerables.
Hay que romper con la actual forma burocrática y centralizada de administrar la educación en el ámbito del
Estado español. La concreción política de tal descentralización depende de las formas de organización de los
diversos pueblos en el ámbito del Estado español. En todo caso, conviene pensar en una fórmula compensadora
que tenga en cuenta el desequilibrio actualmente existente en el terreno socioeconómico entre los diversos pueblos,
producto de una historia conjunta. La política educativa también debería tener en cuenta estos aspectos
redistributivos.
Las entidades locales o aquellas otras que la organización del espacio reclame -pensamos en las áreas metropolitanas,
en las comarcas, en los problemas de la escuela rural-, deberían mantener también una autonomía en la
administración y gestión de los propios centros. Debería conseguirse un equilibrio que habrá que configurar entre
las decisiones que el buen funcionamiento y la homogeneidad necesarias, de acuerdo con los objetivos
preestablecidos, exigen que sean tratadas a nivel más amplio, y las decisiones que conviene dejar en manos de las
entidades municipales, o incluso, como veremos a continuación, de los centros escolares.
Sin que nos fuese posible llegar a fórmulas concretas, la participación en la gestión de la educación nos ha
parecido que no tiene que quedar reducida a los enseñantes, ni a los padres como tales, ni a las entidades locales a
través de sus mecanismos de representatividad, sino que conviene también arbitrar mecanismos que permitan la
participación de cuantas organizaciones sociales estén objetivamente interesadas en el proceso social de la educación,
sean los sindicatos de maestros, los sindicatos de trabajadores, las asociaciones de vecinos, los movimientos
de renovación pedagógica, etcétera.
En último término, nos tenemos que plantear la gestión de los propios centros escolares.
Como ya hemos expresado anteriormente, cuando hemos hablado de los contenidos y métodos de la enseñanza,
los centros escolares tienen que seguir una programación general que no depende exclusivamente de ellos,
pero también tienen que contar con unos márgenes de maniobra a todos los niveles, que permitan adecuar la
escuela a la realidad concreta en donde está ubicada.
El conjunto de los profesores tienen que constituir un equipo que, colectivamente y dentro del horario de
trabajo, puedan programar y gestionar el centro al que están adscritos. La función directiva y decisoria tiene que
recaer sobre el conjunto de los enseñantes con la posible participación de los padres de los alumnos, y no sobre una
persona por un mecanismo extraño al conjunto de los enseñantes del centro.
La función de coordinación y ejecución de las decisiones adoptadas por el consejo de la escuela la tiene que
asumir uno o más educadores, elegidos por el conjunto y, en cualquier caso, por un período de tiempo determinado,
y pueden ser revocados por los mismos que les han elegido si lo consideran pertinente.
En el mismo sentido, la función profesionalizada de los inspectores de la enseñanza, que de alguna manera
deberían velar por el buen cumplimiento de los aspectos que no dependen del centro en concreto, sino que se
tienen que decidir a otro nivel, conviene replantearla tanto desde el punto de vista de su trabajo específico como
de los procedimientos de reclutamiento para llegar a ocupar tal cargo.
En cuanto a un centro escolar en concreto, los padres tienen que participar en las tareas del centro. Ahora
bien, la participación imprescindible de los padres -no profesionales de la enseñanza- puede plantear algunos
problemas. Los padres en cuanto tales pueden mostrar a veces una preocupación más bien particularista en
relación con los intereses que captan como importantes para sus hijos, y dejar a un lado una preocupación por la
totalidad de la tarea educativa. La solución de estos posibles problemas aparece en una doble dirección: por una
parte, la especificación de un conjunto de elementos que dependen especialmente de un conjunto de elementos
que dependen especialmente de un profesional, y por otra la apertura de la participación en la gestión de la escuela
a otras fuerzas sociales que, en cuanto tales, tienen una percepción más universalista del problema -por ejemplo,
las asociaciones de vecinos del lugar en donde está enclavada la escuela.
Los alumnos implicados en primera persona en el proceso educativo tienen que poder opinar, de ahí que su
participación en el consejo de escuela tenga que ser efectiva, sobre todo al llegar a una determinada edad.
La experiencia acumulada en los últimos años, con todo tipo de dificultades, en el terreno de la participación
en los centros escolares, tanto por lo que respecta a las asociaciones de padres de alumnos por lo que respecta a las
movilizaciones que a nivel de entidades de barrios se han llevado a cabo para mejorar la situación, pueden ser un
elemento muy válido a la hora de pensar en una nueva forma de concebir la escuela en el contexto de una sociedad
políticamente democrática.
La experiencia histórica más lejana, aunque no por ello menos presente, de la configuración por parte de la
Generalitat de Catalunya del Consell d’Escola Nova Unificada (CENU), con la participación de diversas fuerzas
sociales organizadas, puede ser otro elemento que habrá que recuperar y aprovechar a la hora de pensar en la
participación y el control del conjunto del mecanismo educativo.
En todo caso, estas reflexiones no constituyen un ciclo cerrado y definido antes por el contrario un instrumento
de trabajo que ofrecemos a todos los sectores sociales, cuyas influencias ya hemos recibido.
Estas consideraciones sólo se convertirán en realidad si una vez reelaboradas modificadas y asumidas por
amplios sectores de la población, se insertan en la rueda de las aplicaciones prácticas, en el contexto de un
proyecto político más general.
(1). Colegio Oficial de Doctores y Licenciados. Valencia, 1975. Una alternativa para la enseñanza
en el País Valenciano, pág. 21, puntos 3.2. «Escuela 75».
(2). Groupe Français d’Education Nouvelle, L’échec escolaire. Doué ou non doué?, Editions
Sociales, París, 1974, pp. 307-321.
(3). Groupe Français d’Education Nouvelle, op. cit., pp. 307-321.
(4). L. Gómez Llorente, La ayuda del Estado a la enseñanza privada, «Cuadernos para el
diálogo», núm. XVI, extraordinario, 1969.
(5). L. Gómez Llorente, art .cit.
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